Delfina Vedia se casó con un ladrón que llegó a presidente. Debió advertirlo aquel día en Montevideo. Pero no lo hizo. Dejó que el corazón le cabalgara por el pecho virginal y la respiración se le entrecortara al escuchar su voz. A los 18 años es difícil descubrir que detrás de un candidato ideal puede esconderse el peor de los martirios. Sobre todo si ese pretendiente es Bartolomé Mitre y la historia transcurre a mediados del siglo XIX.
La ansiedad la empujaba a emprender una carrera loca para buscarlo, pero se contuvo unos segundos. Sabía que no podía presentarse así, desarreglada por un hechizo amoroso, y desnudar sus sentimientos. Una última mirada en el espejo le alcanzó para notar que debía reacomodar el miriñaque y tirar hacia abajo, con un gesto firme, el corsé.
Se sonrió orgullosa por lo bien que había quedado el bandeaux. Aunque ocultara bastante la cabellera rubia, dejaba que se luciera; y le daba un aire más refinado a los rasgos, griegos a simple vista, vascos según los antepasados.
Ahora sí podía ir por ese capitán de artillería que la dominaba. Un poco más tranquila, bajando poco a poco los escalones, como si no fuera a buscarlo a él en realidad, sino a su querido piano. Eso por lo menos les decía a los vecinos de la planta baja de su casa –la de sus padres en rigor de verdad–, quienes amablemente se lo prestaban.
Con sólo ver caminar a Delfina bastaba para conocer su personalidad. Era delicada, gracias a la madre, Manuela Pérez, y firme por el padre militar, Nicolás de Vedia, sobreviviente de las Invasiones Inglesas y otras campañas libertadoras. Esa combinación tan particular le daba un toque viril a sus encantos femeninos y terminó por conquistar al soldado de sus sueños.
Ahora tenía que atraerlo. Se sentó frente al piano y dejó que los dedos tocaran suaves la ilusión de que él se acercara.
El capitán de artillería que lograba perturbarla y la tenía vagando por el cielo de los enamorados aún no estaba a su lado, pero ya lo veía. Un hombre alto, distinguido... Dueño de esos ojos verdes tenues, entre soñadores y firmes; la frente amplia y despejada, y ese pelo ligeramente rizado, hecho para que en sueños ella se quedara horas jugando a alisarlo y enroscarlo...
–¿Querés un mate, Delfina? Don Bartolomé Mitre nos acompaña.
–Ah... con mucho gusto, doña Eusebia.
Las palabras de Eusebia, Manonga como la llamaba el Bartolomé de sus deseos, quebraron el delirar distraído y le acercaron una propuesta más concreta, real. El propio Bartolomé Mitre estaba ahí, junto a ella, haciendo que el corazón siguiera acelerándose, amenazara con explotar, no la dejara articular ni una palabra y haciéndola sentir demasiado torpe, incómoda, incapaz de manejar cuerpo y razón. Arrebatada por una febril inquietud que la recorría, no por los mates que servía Manonga, precisamente, sino por veinte años de espera inmaculada.
Manonga sabía que las visitas a su marido, Agustín, y al general Félix de Olazábal eran una excusa para Bartolomé Mitre. Los diálogos, en apariencia cargados del ánimo de cañón y metralla que invadía Montevideo, escondían otro tipo de fuegos para el soldado.
Para Delfina también. Desde que lo vio, dejó que su pluma ardiera en la danza que ella quería bailar, pero no se animaba aún. La vocación de poeta que acunaba la única mujer entre siete hermanos, nacida el 12 de diciembre de 1819 y bautizada como Delfina María Luisa, se transformó en la muestra más cabal del amor.
Es bella la mañana
Al despertar la aurora
Como es bella la flor
De vívidos colores
Es bella la sonrisa
De un labio sonrosado
Es bello un corazón
Que late enamorado.
Delfina escribía sin saber que un día lloraría por haberlo hecho.
Al despertar la aurora
Como es bella la flor
De vívidos colores
Es bella la sonrisa
De un labio sonrosado
Es bello un corazón
Que late enamorado.
Delfina escribía sin saber que un día lloraría por haberlo hecho.
Pero el lamento habría de llegar después. En ese momento, qué podía importarle a su corazón que Bartolomé Mitre fuese casi dos años menor y que deseara eternizarse en un campo sembrado de fusiles, como la mayoría de los hombres de la época. Lejos, demasiado lejos de los platos y cacerolas que la misma época pretendía como destino único para Delfina (y para el resto de las mortales), como únicas armas de batalla para llevar adelante un hogar de la patria.
No había nada que temer. Delfina conocía esos temores de boca de su madre. Y los discursos marciales de su padre para desbaratarlos. Porque, aunque Don Nicolás de Vedia estuviera retirado y entregado a la pacífica tarea de fabricar ladrillos en esa casa del barrio Buena Vista, nada fácil habían resultado las trincheras y, menos aún, las persecuciones de Rosas que lo habían empujado a la Banda Oriental, junto con su familia. Con esa familia que antes de llegar a Montevideo no sólo tenía en su diccionario las palabras “exilio” y “desarraigo”, sino también “muerte”.
El recuerdo trágico de aquella mañana en la casaquinta de las afueras de Buenos Aires, donde vivían, acompañó a Delfina toda su vida.
Ahí estaba su hermano. Primero sonriente tirando frutas desde el árbol...
–Tomá Delfina, agarrála.
–¡Cuidado, Cicerón, despacio!
Y después fue el crujir de una rama y el roce veloz de las hojas, como acompañando la caída, mortal y desconsolada. Delfina vio inmóvil cómo se derrumbaba en segundos un mundo feliz por siempre. La adolescencia produce espejismos así. Pero la realidad es otra. A Delfina le tocó comprobarlo con la muerte de su hermano.
Años después, con la llegada de Bartolomé a su vida, creyó que la suerte había cambiado. El recuerdo de la tragedia tomó otra forma. Cada vez que se encontraban, aunque ella seguía hundiéndose en el peor de los dolores, el capitán la escuchaba. La consolaba, abrazándola con las palabras y dejaba que los ojos verdes, apacibles entonces, se fundieran con los suyos.
Bartolomé sabía todo sobre el juego de la seducción. La quería rendida a sus pies. Y logró doblegarla cuando trajo ese cuaderno de cuero marrón con un poema escrito especialmente para ella.
Era una visión de amor
Era del mundo la estrella
Era candorosa y bella [...]
Era una tez transparente
Como un transparente velo
Cabellos de oro esplendentes
Ojos de un azul luciente [...]
Era un ángel desterrado
Era un fantástico hechizo
De la eternidad lanzado,
Un serafín enviado
Del celeste paraíso
Una criatura divina
Que de los cielos bajó
Una ilusión peregrina
Que se llamaba... Delfina.
Era el parlamento más dulce de la obra de teatro escrita por Bartolomé, Cuatro épocas, dedicada “A D XXXX”. Sólo ella y él, “Bartolo” como le decía, sabían por entonces que la musa y destinataria de esas palabras era Delfina y que cada equis reemplazaba una letra hasta formar “Delfa”, el apodo que él había elegido para nombrar a su “estrella candorosa y bella” en susurros amorosos. “Las dedicatorias se aprecian por lo que valen, esta valdrá por lo que se aprecie”, dejó dicho.
Esa obra literaria, que a Delfina le resultaba increíble y, en la fantasía de su prometido, la ubicaba en la romántica posición de huérfana protagonista, fue el tiro de gracia del militar galante.
Tú eres mi ángel Tutelar
Eres la bella criatura
Que en mis sueños de ventura
Mi fantasía creó.
Y yo te encontré en el mundo
Pura, cándida y hermosa
Como una aérea visión:
Yo te encontré: nuestras almas
Quiso el Supremo Hacedor
Unir con lazo de amor,
Eterno cual su bondad,
Y cuando todos los hombres
Me tratan con aspereza
Yo reclino mi cabeza
En tu seno virginal.
¿Cómo decirle que no? A sus ojos, a Bartolomé Mitre no le faltaba nada. Aquel 28 de noviembre de 1840, todo estaba listo y bien dispuesto. El 27, su padre le había dado el permiso al notario y a ella, la bendición para que pudiera casarse.
Bajo la órbita celestial de la Curia Eclesiástica de Montevideo estaban Delfina, su amado, los padres del amado –don Ambrosio Mitre y doña Josefa Martínez– y los suyos.
Delfina contestó nerviosa y rápido, que sí, que “soy soltera, natural de Buenos Aires, hija legítima de don Nicolás de Vedia y de doña Manuela Pérez; que ahora con su debido permiso, y mi libre y espontánea voluntad, sin apremio ni violencia alguna, doy fe y palabra a don Bartolomé Mitre de no casarme con otro, sino con él, ni otro será mi esposo”.
Firmó, ya había firmado él, asegurando los dos estar previamente confesados. Así llegó esa nueva vida juntos, plena de ilusiones y promesas de unión eterna, pero con un futuro incierto.
Con el paso de los años, el cortejo inicial fue languideciendo. La vida de casada le serviría a Delfina para comprobar lo duro que era acompañar a un marido militar cuando la patria se construía a balazos. Era como estar en pareja con un proyecto heroico.
El Sitio de Montevideo llegó tan pronto como la primera hija del matrimonio: Delfina Josefa nació el 14 de abril de 1843. No hacía falta moverse de la casa para sentir el olor a pólvora mezclado con sangre.
Los aires de guerra acrecentaron la ansiedad de Delfina por ver a su marido. Ningún riesgo era demasiado para ir a su encuentro. Tomó a Delfinita en brazos y fue hasta el campo donde combatía su Bartolo. Confiaba en que nada podía pasarles; de hecho, había llegado hasta allí sin sobresaltos, y hasta se animó a dejar a la beba durmiendo en el catre de campaña del padre. Las balas silbaban alrededor.
Hasta que el silbido se transformó en explosión, a metros de ella, su Bartolomé y su hija. El estruendo la dejó sorda. Corrió desesperada hacia el catre donde había dejado a la beba. Pero no se veía ni el catre, ni a la criatura, ni nada: una nube de tierra, pólvora y restos humanos había inundado la tienda de campaña.
En ese reguero de segundos interminables, Delfina temió volver a ver la instantánea de una sonrisa inocente apagada sin razón. Antes su hermano, y ahora, “Dios no lo quiera”, su hija.
En ese reguero de segundos interminables, Delfina temió volver a ver la instantánea de una sonrisa inocente apagada sin razón. Antes su hermano, y ahora, “Dios no lo quiera”, su hija.
Parece que la súplica llegó a destino, porque la tragedia terminó en anécdota. La beba lloró, Delfina respiró y con una extraña mezcla de desesperación y dulzura maternal limpió el cuerpito tiznado de su hija. Volvió a abrazarla y corrió hasta su casa, la única trinchera que a partir de ese momento sentiría segura.
Sólo ese día, la muerte no quiso rodearla. Porque a la caída inocente de Cicerón, le había seguido el final heroico de su otro hermano, Joaquín. Le contaron, mientras ella se consumía entre ahogos y llantos, que después de disparar el último cañonazo de Arroyo Grande, el coronel Joaquín de Vedia no se salvó del disparo enemigo.
La lista de luto y lágrimas aumentó con la muerte de otros hermanos. Mariano, que había llegado a teniente coronel, murió de una forma menos épica, si se quiere: una falla en el cañón que disparaba en la misma línea que su cuñado Bartolomé, durante el sitio de Montevideo, hizo saltar por los aires el cañón, la pólvora y sus sueños de triunfo. Enrique, con grado de capitán, fue sacrificado en medio de una sublevación, y Julio, el menor, se ahogó en sangre tras ser herido. Como si la pérdida de cinco hermanos fuese poco, Delfina recibió otro golpe fatal: la muerte de su madre.
Para desahogarse, recurrió a su cuaderno íntimo. No por nada había desafiado la norma a la que estaban sometidas las mujeres de clase alta de principios de siglo XIX, que las confinaba a aprender a leer, pero no siempre a escribir. Horas después del entierro, escribió de corrido:
Estaba ahí tendida en el lecho del dolor!... Su cuerpo enflaquecido, apenas se percibía abajo de los cobertores que la cubrían. Su rostro pálido, sus manos disecadas era lo único que se veía. Sus entrelazadas manos que llevaba al cielo con frecuencia en actitud de súplica. Sus bellos ojos negros llenos de dulzura. Los labios que pronunciaban con voz apenas inteligible. Ya se acabó! Ya se acabó! Misericordia! Misericordia! Misericordia! ¿Qué tenía que pedirle la santa entre los santos? Su vida fue un tejido de virtudes.
Quién mejor que Delfina podía conocer la muerte en tiempos de guerra, que le había arrebatado a su madre y a cinco de sus seis hermanos. Y quién mejor que ella podía acariciar en sus hijos la esperanza de la vida... con la ingenuidad de ignorar que uno entre ellos también sería elegido.
Ahora estaba en Buenos Aires, respirando otros aires que creyó más benévolos. Ya no quería sufrir tanta desgracia en soledad. Ni que su marido pasara demasiados días alejado, como ocurrió desde que se habían casado. Durante esos veinte años marcados por la muerte de los seres queridos de Delfina, Bartolomé Mitre midió su capacidad como sargento mayor de artillería en Arroyo Grande; en medio de la revolución riverista, viajó a Corrientes para sumarse al ejército libertador del general Paz; se recluyó en Chile; viajó a Bolivia para organizar el Colegio Militar; después, a Perú; fue encarcelado y proscripto cinco veces y sumó a sus tantas batallas la de Caseros. Perdió y ganó en el terreno bélico. Pero en el amoroso fracasó sin combatir: no había hecho feliz a su mujer.
Con 41 años, Delfina había llorado mucho. Sólo la maternidad la había acercado a la felicidad. Tuvo cuatro varones y dos mujeres. Cada parto fue un hito registrado de su puño y letra en un párrafo de su cuaderno personal:
“Mi hija Delfina Josefa nació el 14 de abril de 1843 –el día de su nacimiento cayó Viernes Santo–. Fue bautizada (…) el 6 de diciembre de 1844.
Mi hijo Bartolomé nació el 14 de marzo de 1845. El día de su nacimiento cayó Viernes de Dolores. Fue bautizado el 10 de noviembre de 1846.
El nacimiento de mi hija Josefina Benita, también cayó en día viernes, el 19 de marzo de 1849. Fue bautizada el 3 de diciembre del mismo año (Montevideo).
Mi hijo Jorge Mariano nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1852.
El niño Emilio Edelmiro nació el 29 de diciembre en Buenos Aires, día de la Concepción, en 1853.
Adolfo Emiliano Mauricio nació el 6 de mayo de 1860 en Buenos Aires”.
Mientras los hijos crecían, unitarios y federales seguían en combate; y después de Cepeda, su marido se convirtió, no sólo en el flamante gobernador de Buenos Aires, sino en el hombre más popular por esas tierras. Sobre todo, entre las mujeres. Sin embargo, Delfina trataba de convencerse de que Bartolomé era de ella y sólo de ella, porque solamente a ella le había escrito esos poemas que, en la batalla de sus ausencias, repasaba una y otra vez.
Como ocurrió en 1861, cuando Mitre la dejó sola una vez más, llamado por un patriotismo inapelable, para combatir en Pavón. Delfina luchaba con el tiempo que no le alcanzaba para criar a los seis hijos, llevar la casa adelante y cumplir con las cientos de tareas que, sin embargo, no la sustraían a esos ramalazos de nostalgia, a los anhelos de pareja. Cuando sentía esa soledad lacerante, ese vacío que deja la persona amada al partir, Delfina repasaba aquellas hojas ya gastadas, los poemas que el joven capitán de artillería le había escrito para conquistarla, y que seguían dibujándola como ella quería verse: “la más bella, la mujer más celestial...”
Cuando entre el fuego
me hallaba
Del fusil y del cañón
En ti, Delfina pensaba
En tu imagen me extasiaba,
En la imagen del amor.
Y yo contigo soñaba
En medio del huracán
Soñando que aquí se hallaba
Una que por mí elevaba
Su plegaria Angelical
Y tu crucifijo amado
Tocaba el labio sediento
Y te miraba a mi lado
Y tu aliento embalsamado
Respiraba con aliento
Te recordaba, Delfina
En medio de la Batalla
Viendo tu cara divina
Cual la Bandera Argentina
En medio de la metralla.
Palabras y palabras. Escritas una vez y nunca más repetidas. Que dejaron esa marca a fuego, una marca que fue desdibujándose con los años. Delfina intentó rememorar, esforzarse por desempolvar ese tramo de la historia tanto mejor que el presente. Y ver si de tanto recordarlo, podía volver a hacerlo realidad. Pero no.
Allí estaba esa mujer de “cara divina cual la Bandera Argentina”, recordando los poemas mientras recorría los cuartos enormes de una casa en alquiler: la vida política de su hombre, y la vida amorosa que había resultado tan prolífica en hijos, les había exigido conseguir un lugar amplio que reuniera a destacados funcionarios, nobles políticos y no tanto; y corridas de niños y llantos.
Al entrar en esa casa de San Martín 144 decidieron que era el lugar ideal. Atrás quedó la otra propiedad alquilada en la Calle de los Representantes 271. El patio en damero de mármol enamoró a Delfina desde un principio; el ambiente que daba a ese patio y podía verse desde la calle había resultado el despacho perfecto para su marido; el segundo patio también era encantador, y su habitación en la planta alta la resguardaba del griterío que fue haciéndose habitual en la puerta de la casa.
Ocasión política que tenía el país para desafiarse por las armas o las plumas, la ensayaba antes en la casa de los Mitre. Así, Delfina escuchó un centenar de veces orquestas que entonaban el himno o, lo que era un poco más difícil de tolerar, a mujeres que aullaban por su “Bartolo” desde la calle. Capaces de guardar el guante sin volver a usarlo si él les estrechaba la mano. Doña Ventura Díaz de Trejo, su admiradora más enfermiza, se hizo famosa por mandar a construir un cofre de roble donde conservó el souvenir.
Cuántas locuras más podían cometer esas “damas” con tal de ser rozadas por aquel prohombre. La fantasía animaba respuestas que inquietaban a Delfina. Más ahora, que el prestigio ganado en Pavón acercaron a su marido hasta la primera magistratura de la nación. Ella, con 39 años de edad, se había convertido en la primera dama. A la “muy distinguida Señora” o “respetable Señora Doña Delfina V. de Mitre” todo el mundo le solicitaba trabajo y recomendaciones. Recibía cientos de súplicas económicas, agradecimientos e invitaciones, que lograban distraerla un poco de tantas habladurías.
Desconocidos y familiares. A todos atendió por igual desde el 12 de octubre de 1862 hasta el mismo día de 1869, cuando sin saberlo se convirtió en la primera esposa que acompañó a un presidente durante un mandato completo en la historia de la Argentina.
Las cartas eran el medio más habitual para encausar los pedidos. Le llegaron a montones y a montones respondió. Algunas eligió guardarlas. Como aquella que clamó ayuda a su corazón de hija, esposa y madre de soldados.
17 de septiembre de 1862
Respetable Señora:
Hoy hace un año a que combatiendo al lado de su Sor. esposo tuve la desgracia de caer herido por una metralla enemiga; y un año hace también Señora, a que postrados en la cama, me veo inutilizado para poder procurar el sustento a una esposa y cinco hijos que me rodean.
Si el infortunio es Señora suficiente título para las almas generosas, no dudo Señora, que Ud. no dejará sin efecto mi súplica, por las razones puestas, queriéndome conceder un socorro (lo que su generosidad le dicte) agregando a esta gracia, la de disculpar la libertad que me tomo.
Soy Señora con el mayor respeto de Ud. muy atento
Bernal Eleuterio
O como aquella que apelaba a la dama distinguida, elegante y porteña, que no debía dejar de acompañar los avances del progreso.
2 de marzo de 1864
Muy distinguida Señora
Tengo el encargo de la Comisión directiva del Ferrocarril del Sud, que presido, para rogar a U. se sirva querer honrarnos con su presencia, y la de su muy amable familia, el día de la fiesta de la inauguración de los trabajos, que ha de tener lugar el lunes 7 del corriente bajo el auspicio de SS. EE el Sr. Presidente de la República y el N. Gob. De Buenos Ayres.
A semejante bondad por parte de U. muy distinguida Señora, le quedan agradecidas la Comisión muy particularmente.
Frank Parish
En medio del fulgor presidencial y las decenas de cartas que clamaban ayuda, un rumor se filtró hasta la casa de los Mitre: el presidente corría peligro. Alguien pensaba atentar contra su vida.
No había información precisa, pero sí un informante. Mitre y Delfina lo escucharon atentos. Cuando llegó, el presidente estaba a punto de cumplir con su rutina: caminar las pocas cuadras que separaban a su casa de la Casa de Gobierno, un acto arriesgado si de darle crédito al informante se trataba.
En medio del revuelo que provocó la noticia, la primera dama estudió las posibilidades: o no pasaba nada, o su marido era asesinado o lastimado ese día, o mejor trasladaban la Casa de Gobierno a la suya hasta considerar que ya no corría peligro y se podía retomar la cotidianidad del asunto.
Delfina tomó el sombrero de su marido y como poseída por un demonio patrio, se lo dio y le dijo: “Mitre, cumpla con su deber”.
Mitre acató y sólo una de las posibilidades que había evaluado Delfina se convirtió en realidad: no pasó nada. Lo que sí ocurrió es que el carácter firme de la primera dama quedó sellado a fuego a ojos de los mitristas, quienes divulgaron la anécdota hasta el final de sus días. A tal punto que aún hoy se la sigue recordando en los pasillos de la Casa de Gobierno.
Es cierto que Delfina pudo haberse dejado llevar ese día por la “ética de la responsabilidad”. Pero no habría que descartar que el aliento al marido presidente haya sido, a fin de cuentas, un llamado inconsciente a resolver, con el concurso de terceros, el dilema de una mujer no correspondida.
Así como era dueña de un carácter decidido, tal vez heredado de su padre, Delfina también se distinguía por sus modales. Atenta al protocolo, sabía cómo preparar en su casa la recepción más digna y austera de todo Buenos Aires para darle la bienvenida a los funcionarios extranjeros que llegaban hasta las tierras argentinas.
1 de noviembre de 1866
Muy distinguida señora:
El Sr. Ministro Británico ha sentido mucho que por la indisposición que han sufrido desde su llegada su Sra. y una de sus hijas tuvieran que guardar la cama por días seguidos, después de las fatigas del viaje, y les haya privado del honor de saludar a Ud. y su familia hasta hoy y al encargarme informe a Ud. eso mismo, con la esperanza que su bondad les excusara la demora.
Me piden le haga saber que hoy a las 2 y media de la tarde cuentan pasar a visitarles a Uds. en persona y será para ellos un gusto grandísimo el honor de hallarla en su casa.
C. Santa María
Tantas fueron las cartas que leyó y respondió, que un día la atacó el temor a quedarse ciega, como reveló en un poema.
La vista se me va!
La vista se me va!
Ligeras nubecillas
Giran ante mis ojos sin cesar,
Anuncio precursor
de eterna noche,
La eterna oscuridad!
Un día llegará en que mis ojos
A los que amo
en el mundo no verán
Y el sol, las flores
y estrellado cielo
No me contemplarán
Un poco vacilantes
Mis manos temblorosas
Apoyo buscarán!
Y compasión a todo
el que me mire
Mi aspecto inspirará
Envuelta en las tinieblas
de la vida
Los días y los años pasaré
Pensando en el pasado,
Llorando en el presente,
Y pidiendo el descanso
De mi cuerpo y espíritu
Al último refugio del no ser!
Pero la vista no se le fue. A Delfina le quedaban demasiadas cosas por ver, cartas y confesiones por escribir. Entre pluma, tinta y papel buscaba la compañía que nunca tuvo de su marido: “El general”, ese hombre que había terminado la presidencia hacía cinco años con los más altos índices de popularidad, para Delfina se había convertido en un fantasma. El suyo. A los 55 años había aprendido que el idilio de los primeros días de amor suele disfrazarse de la más perversa y angustiante soledad cuando pasa el tiempo.
Los hijos ya estaban grandes y no llenaban el vacío de un hombre.
Buenos Aires, Noviembre 20 de 1874
Mi querido Adolfo:
Aquí estoy, hijito de mi alma, en nuestro solitario hogar, que con la presencia de tu tatita, tuya y de Emilio, era para mí un Edén... Hoy mi corazón se oprime al no verlos ni sentirlos, y me parece que esta separación va a ser eterna. Tú ves las cosas con tu corazón de niño; yo me encuentro desorientada y me asusta el porvenir de ustedes. Quisiera estar menos triste, pero no puedo [...]
Aquí estoy –todo está como lo dejaste– tus libros, tus papeles están en el mismo lugar, pero tú no estás ahí agachadito estudiando ó haciendo caricaturas. Emilio no está en su cuarto ocupado en sus dibujos –yo no me voy a asomar de cuando en cuando para tener el gusto de verlos– tu tatita no está en su escritorio... ve si tengo motivos para estar triste.
El no tener ninguna noticia de tu tatita aumenta mi malestar [...]
Díme un poco como pasas el tiempo, que espero no lo malgastaras enteramente, y recibe el estrecho abrazo de tu mamita
Delfina
Delfina ya le había contado a su hijo que la falta de noticias sobre “tatita”, como llamaba a su marido, estaba destruyéndola. Mitre y sus partidarios, por entonces, conspiraban contra el presidente Nicolás Avellaneda, a quien acusaban de haber ganado las elecciones utilizando métodos fraudulentos. El gobierno respondió clausurando el diario La Nación y dándole de baja en el Ejército.
Mientras Mitre se jugaba el todo por el todo en las luchas de poder, Delfina cayó en la cuenta de que ese destino de soledad personal estaba escrito desde el comienzo de la relación.
Una carta de su hijo Adolfo le permitió entender que a veces una anécdota que vuelve sin aviso a la memoria es suficiente para reflexionar con tristeza: sus días habían sido demasiado aburridos. Y ya era tarde para cambiarlos.
Buenos Aires, Noviembre 9 de 1874
Mi querido Adolfo:
Ayer leí tu carta del 7. Me dices que habías hecho un paseo al Cerro y subido a su cúspide. Esto me ha hecho acordar uno que hice yo hará años, con personas de mi familia. Fuimos embarcados y no tuvimos novedad, pero al regresar lo hicimos en coche. Desgraciadamente el cochero no era diestro y estuvimos en peligro de ahogarnos, pues al pasar la barra el carruaje se empezó a llenar de agua y habríamos tal vez perecido sin el socorro de un bote que felizmente apareció y cuyo marinero indicó al torpe cochero el camino que debía llevar. Todo pasó sin más novedad que el susto de algunos de los paseantes y el desagrado de habernos mojado hasta las rodillas. Yo, por mi parte, era joven y aquel accidente no me alarmó.
Cuando una es joven es despreocupada, y la idea de morir está lejos de nuestra imaginación. Más bien, te aseguro, que fue una novedad y que me reía cuando los demás se asustaban.
En la monotonía de la vida sedentaria que he llevado y en la que me he envejecido, ese es el incidente de más importancia que me ha pasado, y aunque no lo he anotado en mi libro de memorias, lo tengo presente y hoy se me presenta la ocasión de contártelo [...]
Adiós, tu mamita, Delfina.
Delfina se hizo experta en dolor. A la muerte de los hermanos y de la madre se le había sumado la peor tragedia y no lograba reponerse. Ninguna madre resiste la partida de un hijo.
Madre mía, inclinado en tu regazo
Y apoyando en tu falda la cabeza,
He pasado las horas de tristeza
Y los días de paz y bendición;
Tú has secado mi llanto
en mi mejilla
Has partido conmigo
el sentimiento
Has gozado en mi dicha
y mi contento
Has sufrido en mi pena
y aflicción
Al través de ese velo de recuerdos
Que entrelaza el presente
y el pasado,
Yo diviso tu nombre venerado
Como mi única estrella tutelar;
Porque tú colocaste entre mi pecho
Gérmenes de virtud que
han producido,
Y gérmenes de mal que
no han nacido
Solícita supiste apartar.
Muchas veces las horas
recordando
De la infancia pacífica y tranquila
Ha brotado una perla
en mi pupila
Una lágrima púdica y fugaz.
Porque el pensar en tu
cariño eterno,
Tus sacrificios nunca
interrumpidos,
Un eco late sonado en mis oídos,
Que me dice ¿con qué le pagarás?
Madre, yo te venero!
No hay ni notas
Ni cantos en mi lira para hablarte,
Solo tú sabes como puedo amarte,
Solo las madres lo sabrán quizá.
Jorge, su hijo predilecto, era un poeta precoz. Delfina adoraba la capacidad que tenía para sentir la vida en palabras, pero era demasiado rígida con él. Insistía con marcarle cruces en el mapa de su adolescencia, porque creía que pocas veces acertaba el camino. Ante cada error, él se disculpaba y ella lo retaba; él suplicaba y ella lo castigaba.
Sra. Dña. Delfina V. de Mitre:
Querida Madre:
He sabido que Ud. ha sido mal impuesta respecto a mi conducta, por consiguiente, quiero convencer a Ud. de la verdad y que sepa lo que verdaderamente ha sucedido y no lo falso y lo errado.
Principiare confesando mis faltas verdaderas y rechazando las que injustamente se me tachan; pues bien, Ud. sabrá que el Domingo pasado yo estuve todo el día en casa y no me moví de ella un solo instante, bien, por consiguiente no puedo haber yo salido en coche ese día de ninguna manera, después me dice Ud. que el primero de Noviembre fui yo a las carreras en coche y yo con gran pesar en el alma y con la vista baja por el arrepentimiento confieso a Ud. que sí, que cometí esa grave falta de la cual estoy arrepentido, mas el día de Difuntos no me he separado un instante de mi Colegio como Ud. lo cree pues por el contrario he estado todo el día encerrado en el cuarto sin moverme tomando mate con otro compañero, habiendo podido salir pues ese día había salida en el Colegio, así es que veo que Ud. esta malísimamente informada.
Ud. ha dado orden que no salga del Colegio hasta nueva orden, pues bien, cúmplase su voluntad y si Ud. quiere quedaré más tiempo aún, pero los Domingos que no tenga el placer de ir a casa quedaré algún tanto satisfecho al no tener ningún peso sobre mi conciencia.
Sin más se despide de Ud. llorando su hijo idolatrado:
Jorge
Jorge lloraba. Sentía el peso de la conducta maternal que le caía encima, cada falta era una condena. Y una carta. Delfina había heredado de su padre militar ese manual de conducta intachable. Como para que la única hija mujer no olvidara cuáles eran los rieles por los que debía andar, el padre escribió las máximas en un cuaderno, que le obsequió poco antes de que se casara con Mitre.
Cuando te levantes de la cama, díte a tí misma: hoy es preciso conducirme de modo que mis acciones y palabras no merezcan la desaprobación de la razón y del buen juicio.
Ese código paterno, corregido y aumentado, Delfina se los impuso a sus hijos, después de haberlo aplicado en ella misma. La libido maltratada se tradujo, entonces, en esquemas morales inamovibles que Jorge sufrió más que nadie. “La primera falta puede ser perdonada, la segunda inculpada, la tercera, sin remisión”, pensaba Delfina.
Jorge hurgaba una y otra vez, entre súplicas y sollozos epistolares, ese perdón que Delfina decía no contemplar. Hasta que surgió una oportunidad. El proyecto que debía cambiar las costumbres del poeta incluía un nombramiento como oficial agregado a la legación argentina en Río de Janeiro, encabezada por el general Wenceslao Paunero. Esa designación, por fuerza, debía relegar la vocación literaria con la que Jorge fundó el semanario La Regeneración, publicó Canto a México, y estrenó la comedia Todo por comercio en el teatro Victoria.
Tal vez otra madre hubiera estado simplemente orgullosa de ese hijo. Pero Delfina no. Y vio en el viaje a Río de Janeiro la posibilidad de que Jorge se mostrara como el hombre serio y templado que ella creía que debía ser. Jorge viajó. Pero para escribir el tramo final de ese camino, apenas empedrado por la inquietud.
Con 18 años, sentía culpa por no poder cumplir con el mandato materno. Se sentía empujado a cambiar, sin saber cómo.
Querida Mamita:
Cada carta que me llega de sus manos de la naturaleza de la que tengo ante mis ojos, sírveme al mismo tiempo para mostrarme todo el amor que puede encerrar el corazón de una madre y para avergonzarme por no saber corresponder a ese mismo amor como es el deber impuesto por Dios y la sociedad a los hombres todos.
Comprendo ese amor, repito, y al contemplarme a mí mismo, al arrojar una mirada sobre mis acciones, no puedo comprenderme, se lo juro a Ud. no puedo comprenderme.
Veo a Tatita allá, allá donde el cañón amenaza la vida de los que defienden la libertad de la patria, y me enorgullezco; pero ¿qué derecho tengo yo para ello?... Yo no lo imito, y no tengo derecho para invocar su conducta para cubrir la mía; yo no puedo enorgullecerme de ella, cuando no puedo enorgullecerme de la mía.
Veo a Ud. aquí, querida mamita, desvelándose por darnos educación e instrucción y a pesar de esto, no puede Ud. decir: “Jorge corresponde a mis desvelos”. No. Por el contrario mi madre tiene que decir esto: Temo que a mi hijo, al fruto de mis entrañas lo miren las gentes ¡Con horror!”
Ay!... Dichosos los hijos que ni se hayan encontrado nunca en mi situación!...
Mamita idolatrada, una lágrima acaba de brotar de mis ojos. Quisiera que Ud. pudiera ver todo lo que esa lágrima encierra, para que comprendiera toda la sinceridad de lo que voy a decirle.
Mamita, como creo que Ud. lo habrá ya estudiado en mí, mi carácter es débil, y a veces, pusilánime. Reflexiono como un hombre y como un niño. Sé qué camino debo seguir; lo veo ante mí; con la mayor facilidad podría seguirla; pero hay quien especule con ese mi carácter y me aparta de la senda a que quiero encaminarme.
Pero la carta que he recibido de Ud. hoy, me hace ver que todo debe cambiar. Los que quieran conducirme por un mal camino, se apartarán de mí, porque solo recibirán mi desprecio.
La carta que Ud. me acaba de enviar y que tengo ante mí, es la mensajera de mi redención y será siempre la que me aconseje en la vida.
Si en caso alguna vez me veo tentado a cometer una falta, la leeré para decir: “No! No quiero que mi madre sufra por mí!”
Adiós, mamita. Confíe Ud. en las palabras que digo ahora con dolor.
Adiós, hasta... cuando Ud. crea conveniente la pena de mi falta.
Otra vez, adiós.
Su hijo que la adora: Jorge.
Delfina seguía escribiéndole para hacerle notar sus faltas. No le daba respiro a la imposición de lo que ella consideraba un deber. Justificándolo en el amor, hiriente y ciego a la vez.
Buenos Ayres, Agosto 13/870
Mi querido hijo:
Una madre no hace recomendaciones al hijo de sus entrañas, ella lo amonesta, le hace ver sus errores, le descorre el velo que ofusca sus débiles ojos... nada más.
...el hijo debe oírla siempre, y comprender que en ese sentimiento único en el mundo que sea verdaderamente desinteresado no hay ni un asomo de egoísmo y que todo, todo es en bien y provecho suyo. Este es el sentido de mi carta, ese ha sido siempre el que me ha guiado a velar por ti, y a tratar en cuanto me ha sido posible de desviarte del camino tortuosísimo que desgraciadamente has llevado en toda esta época, que quiero llamar pasada, confiada en las promesas y propósitos que encierra esta carta a que contesto, que en medio de todo viene a derramar un bálsamo consolador en mi pobre corazón.
Gracias mi querido Jorge, que Dios! Te oiga y te sostenga en la nueva fas de tu vida y que llegue un día en que seas el consuelo y el orgullo de nuestros viejos años.
Delfina.
No fue el consuelo ni el orgullo. Jorge se mató. En principio nadie entendió por qué. Tuvo que pasar el tiempo para que los hechos se explicaran solos. A Delfina le ocultaron los pormenores que rodearon el suicidio de su hijo. Durante años lo lloró en soledad. Muchas veces porque su marido no estaba. Otras porque él ya no era un hombre capaz de dejar que las lágrimas le dieran otro brillo a los ojos verdes. Su mirada se había endurecido, como la de un hombre que vio morir a muchos delante suyo. Delfina descubrió grietas internas y desconocidas en su corazón.
Con el alma triste –acongojada– más triste todavía, si es posible, que otras veces después de haber llorado amargamente, aquí, sola y sin que nadie vea mis lágrimas, ni oiga mis sollozos; después de besar una y mil veces, tus cabellos, único pedazo de tu cuerpo querido que me queda. Vengo hijo mío, mi idolatrado Jorge, inolvidable Jorge a consagrarte estas líneas en el sexto aniversario de tu tristísima muerte! Recuerdo que dedico a tu memoria cual si tú pudieras verlo algún día...
Desahogo indispensable para mi alma que queda más tranquila después de escribirlas pensando que a tu espíritu invisible le será grato este tierno tributo de mi inmenso cariño y eterno dolor!
Dulcísimo hijo de mi alma, fruto idolatrado de mis entrañas ves a tu madre? Tu espirítu vuela a mi alrededor y ves mi pena y escucha mis gemidos? O ha volado a otro mundo mejor y ahí me espera para consolarme algún día?
Pobrecito! Toda tu corta vida fue un martirio... tu alma... tu cabeza te atormentaron prematuramente y los accidentes de que se vieron libres tus hermanos se repitieron en ti por muchas veces. Dos veces te quemaste, una con agua caliente siendo chiquitito, otra con pólvora, cuando tenías 6 ó 7 años, otra vez te caíste de una azotea y te sacaste un brazo, yo te tenía en mis brazos mientras dos médicos te lo componían, los médicos se admiraron de mi valor, oh! Es que ellos no comprendían cuánto yo te quería hijo de mi vida! Me parecía que nadie te tendría mejor que yo! y yo quería sufrir a la par tuya, mi pobre Jorgito de entonces! Mil otras veces te sucedieron accidentes más o menos violentos, pero siempre dolorosos. Parece que una fatalidad pesó sobre ti desde tu nacimiento, hasta ese día fatal del 17 de Octubre de 1870.
Pobrecito! Pobrecito! Cuánta debió ser tu pena, tu congoja, cuando esa otra [...] hija de tu fatalidad, te precipitó a ese terrible extremo... Oh! comprendo tu aflicción... Dios mío! Consuélalo de tanto sufrir... que su sombra querida descanse en paz.
Delfina no se resignaba al duelo:
El corazón humano tiene caprichos insondables! Cuando recién murió mi idolatrado hijo Jorge yo ambicionaba saber hasta el último detalle de su lamentable muerte; insistía en que nada se me ocultarse y lo único que no quisieron mostrarme, fue la carta de Paunero en que detallaba la infausta noticia. De ella se extractaron algunos párrafos para escribir la biografía del pobrecito, y yo los leía y releía, buscando en ellos lo que creía que me ocultaban. Nunca vi esa carta que fue mi pesadilla largo tiempo, pues para nada quisieron mostrármela a pesar de mi pedido. Pues bien, hoy, después de ocho años, y desde algún tiempo atrás creo tenerla en mi poder junto con otros papeles concernientes al terrible suceso, y no me atrevo a cerciorarme de lo que tanto ambicioné antes. Mi mano no se atreve a desdoblar esos papeles, tengo miedo de encontrar en ellos algún detalle de los que al principio creía que me robaban, a mi dolor, a mi ambición de saberlo todo! ¿Cómo explicarme esta extrañeza en mis sentimientos? ¿Es por que el recuerdo del hijo amado es menos intenso? ¡Oh! No, pobrecito hijo de mi corazón! Tú sabes que eso no es así. ¡Oh! Tú ves mis lágrimas, tú oyes mis gemidos, tú sabes que mi pena es incurable. Lo que hay de cierto es que tengo miedo! Que temo morir al renovar la herida de mi corazón, que cuando estaba recién abierta había recibido una impresión más, sin aumentar su ya intensísimo dolor mientras que hoy adormecida, se reabriría tal vez para darme la muerte y tengo miedo de morir de dolor. Sí, tengo miedo de saber, quién sabe qué! No quiero saberlo, no abriré esos papeles; ahí estarán y cada vez que los vea y que los toque, sentiré el mismo estremecimiento que sentí la vez primera que vinieron a mis manos y cuando muera pediré que los coloquen sobre mi corazón, como tus cabellos y tu retrato...! He buscado una explicación a mis impresiones de entonces y de ahora, lo que he dicho, lo siento, ¿pero algún misterio más en mis impresiones? No puedo saberlo. Hijo mío, tu recuerdo vivirá conmigo, jamás me consolaré de tu muerte tan triste y tan prematura, y lejos de mis ojos que te vieran y de mi mano que cerrara tus ojos!
Allí quedó Delfina, en la soledad de su angustia y en la compañía de su diario íntimo. Con papeles y cartas reveladoras muy cerca de ella, pero lejos de la audacia necesaria para leerlos.
Como esa carta fechada el 23 de octubre de 1870, escrita por un amigo de Jorge, Manuel Molina, nueve días después de que encontraran el cuerpo del hijo del ex presidente; todavía apretando el arma, tirado sobre la cama, al lado de su último escrito: “Muero sin saber por qué”.
Delfina tampoco lo supo, pero hubo motivos. Y esta carta de Manuel Molina, quien con precisión de testigo obsesivo relató qué pasó en Río de Janeiro, lo explica. Delfina nunca se atrevió a leerla.
El día 13 del corriente empezó la aventura que tan funestos y dolorosos resultados envolvió. Me han dicho que el General tiene horror al número trece porque le ha sido fatal en muchas ocasiones: ahora el día 13 empieza a desarrollarse un drama de sangre que va a llevar el dolor a él y su familia.
El 13 de octubre de 1870, después de un día de trabajo diplomático, como agregado a la Legación argentina en Río de Janeiro, Jorge estaba en el hotel en el que vivía tratando de escribirle una carta a su madre.
No parecía el mejor de los momentos para el poeta precoz. Por más vueltas que diera a sus pensamientos, no conseguía nada. Esa noche no había manera de contar qué tal iban los esfuerzos por torcer el destino díscolo.
Harto de hacer bollos con las cartas a medias y tirarlas al piso, decidió salir a tomar un poco de aire fresco e inspiración en las playas cariocas.
como a las nueve de la noche, [...] se le presentó una negra y le dijo que en la ventana de una casa inmediata había una persona que deseaba hablar con él, sorprendido pero adivinando una aventura amorosa se dirigió a la casa donde efectivamente era esperado por una preciosa niña de 14 años
No era la primera vez que la veía, aunque nunca había hablado con ella. Esa casa y esa niña asomada a la ventana formaban parte del paisaje habitual de Jorge porque eran camino obligado para llegar desde el hotel hasta la Legación.
–¿Argentino? –empezó el dialogo la morena.
–Sí, argentino –respondió Jorge.
–¿Você não fala português?
–...
–¿Come es vos nome?
–Jorge.
De pronto se cerró la ventana y la niña huyó precipitadamente para las piezas interiores, sin duda espantada por algún ruido que sintiera en las piezas inmediatas.
Jorge se quedó esperando durante horas, pero la musa de esa noche no volvió a aparecer. Un tanto decepcionado y sin comprender qué había pasado, se fue.
Al día siguiente, también a las nueve de la noche y en el mismo lugar, encontró a la mensajera. Las palabras que le dijo la mujer le resultaron más oscuras que su cara: la niña no podía asomarse a la ventana porque estaba con visitas.
Jorge mandó este recado a la niña: “Que un hombre que había sido llamado por ella a conversar, tenía derecho a exigir que viniera inmediatamente, que si no salía al instante juzgaría que era una coqueta x x.”
Con impaciencia aventurera, el hijo del ex presidente no esperó demasiado para obtener una respuesta. Saltó por la ventana que estaba abierta y se metió en el cuarto de su promesa de amor. Cuando ella entró al cuarto, encontrándose sola con Jorge se aturdió, creyó sentir pasos en las piezas contiguas y lo escondió precipitadamente bajo la cama de una hermana, en la misma pieza
Dos horas después, las dos hermanas de la morena encantadora entraron al cuarto para acostarse. Al rato, la mayor de ellas creyó sentir que alguien respiraba debajo de su cama. Aterrorizada, le pidió a la hermana que se fijara.
La pequeña hizo todo lo que pudo para tranquilizarla, pero no sirvió de nada. En un arranque de valentía, la joven de oído tísico estiró el brazo y confirmó que se trataba de respiración humana y con cuerpo... ¡de hombre!
Dio un grito corrió despavorida por la casa diciendo que en su cuarto había un hombre, entretanto que la hermana menor pedía a Jorge que no la vendiera.
En el acto acudieron las criadas de la casa, un hermano y la madre de la muchacha, rodearon todos a Jorge, el hermano le preguntó:
–¿Quién es Ud.?
–Soy un hombre –contestó.
–¿Es vos un ladrón?
–Sí Señor, eso es precisamente, un ladrón.
–¿Y a que ha venido Vos?
–He venido a robar.
–¿No habla portugués?
–No hablo nada.
Tal fue el dialogo que tuvieron y que el mismo Jorge me refirió al día siguiente.
Como era de esperar, llegó la policía. Jorge no quiso decir su nombre. Ante la negativa, en segundos iba camino a una celda, con las manos amarradas por unas cuerdas como cualquier ladronzuelo de época.
Al llegar, Jorge, todavía con las manos atadas, se las arregló para extenderle una tarjeta personal al policía.
Las cosas cambiaron para los uniformados. Ahora estaban ante el hijo del ex presidente, en misión diplomática, en un país extranjero. Le desataron las cuerdas con urgencia, pero, de todas formas, hicieron que pasara la noche en el calabozo.
al día siguiente quisieron levantar un sumario para lo que llamaron a declaraciones, pero él contestó que no tenía que dar cuenta a nadie de sus actos sino a su ministro de quien únicamente dependía. Entonces fue que avisaron a Paunero y éste lo sacó de la policía, lo llevó a la Legación, lo amonestó y le pidió que se ausentara [...] hasta que pasara la primera mala impresión que este suceso iba a causar en la sociedad.
Podría haber quedado todo en una gran anécdota de funcionarios jóvenes, de no haber sido porque el padre de la niña reclamó por su honor. Se presentó en el Ministerio de Relaciones Exteriores y exigió que Jorge fuera expulsado del país. Y recurrió a los medios periodísticos. El escándalo era un hecho.
Paunero tuvo que tomar la peor determinación para los 18 años de Jorge: mandarlo de regreso a Buenos Aires, a casa de mamá Delfina y papá Bartolomé Mitre. Antes que enfrentar esa realidad, Jorge prefirió matarse.
El infeliz tomó la resolución, compró un revolver, volvió a su cuarto y pidió una botella de vino jerez que encontramos vacía [...]
En el cuarto de abajo, un ministro francés y dos amigos estaban de gran charla cuando sintieron un ruido extraño. Tomaron una luz para averiguar de qué se trataba y vieron un reguero de sangre que caía desde el techo.
... llamaron a los criados del hotel, éstos corrieron al cuarto de Jorge, presintieron algo de terrible y encontraron el cadáver de Jorge sobre su propia cama. Allí acudimos todos, horrorizados, no puedo pintarle la impresión que nos causó este suceso, nadie se animaba a hablar. El pobre Gral. Paunero decía palabras sin sentido como un hombre que va a perder el juicio. No dábamos crédito a lo que veíamos, nos parecía Jorge dormido, acostado en su cama con el retrato de su padre a sus pies que se comprende que lo tuvo en sus manos hasta el momento que la bala le atravesó el cráneo.
Antes de volarse el cerebro aturdido, Jorge escribió tres cartas: una para el general Paunero, en la que le agradece los cuidados paternales y le pide que consuele a Delfina; otra para su padre, y la última para la mujer que Paunero no iba a poder consolar: su madre.
No se ha encontrado la carta para su padre lo que nos hace creer que no tuvo valor ni cabeza para escribirla; que tal vez sentía flaquear su resolución y que se apresuró a efectuarla. La carta para la madre es lacónica. “No porque me tiemble el pulso al escribirles las líneas me falta el valor” y sigue: “Muero sin saber por qué”.
Jorge lo sabía. No se atrevía a escribirlo. No quería avergonzar a sus padres con su último escándalo y no podía soportar el previsible, abrumador rosario de reproches, su perfeccionada versión, pesada como una lápida, del código moral de su abuelo militar.
A las cinco de la tarde del día siguiente, se marchó rumbo al cementerio. Una vez más, el camino del destino obligó a Jorge a pasar frente a la ventana de la niña de 14 años que lo había embrujado.
La musa de la muerte no faltó a la cita. Junto a su padre, el comendador João Paulino de Castro, vieron pasar el cortejo fúnebre.
Delfina poco supo de toda esa historia. Como pudo, fue disparando contra el dolor hasta matarlo. Año tras año, llenó sus diarios íntimos con escritos para su hijo. Muy atrás quedó la ilusión que había amasado al compás de su marido por crear un diario, no como Los Debates, sino una “tribuna de doctrina” que perdurara.
Con el suicidio de Jorge todo pasó al olvido. Incluso los esfuerzos puestos durante años para que el 4 de enero de 1870 el diario La Nación ganara la calle. El ímpetu que la llevara a conseguir los recursos que faltaban para levantar esa tribuna, a reemplazar a colaboradores ocultándose en el anonimato cuando era necesario, y a redoblar las horas que dedicaba a traducir libros como Historia de Washington o Elegia, o artículos y poemas para compartirlos con los lectores, se perdió por un tiempo.
Delfina se casó con la soledad, a la fuerza. Sin su hijo, pero sobre todo sin Bartolomé a su lado. Sin ese “Bartolo” de sus sueños adolescentes, el de la pasión. Sin ese marido y padre de sus hijos a veces hosco y silencioso. Tampoco con ese diputado, gobernador o presidente severo. Ni con ese hombre intolerable que a veces no dominaba sus mañas y que llegó, incluso, a romper ante los ojos estupefactos de todos un hermoso obelisco que estaba acostumbrado a ver a la derecha de su escritorio, sobre la repisa de la estufa, sólo porque un sirviente, al limpiarlo, nunca volvía a ponerlo en su lugar. Sin nada de ese hombre popular y atractivo para cuanta porteña lo hubiera conocido.
“No hay dolor comparable con el que experimentamos al separarnos por primera vez de aquél a quien amamos”, confesó en su cuaderno. “Un marido correspondido y déspota es el ser más odioso que pueda existir”, concluyó, herida.
“Adiós mi querido Mitre, te abraza tu esposa que te ama”.
“Adiós otra vez mi querido Mitre, que tu buena estrella te acompañe siempre, tu esposa que te ama”, escribió decenas y decenas de veces en las cartas que envió y que hoy perduran como testigos de su angustia. Porque la distancia de deseos y proyectos era tanta como la vivencia cotidiana. Un mismo día para Mitre podía ser recordado con grandes festejos y para Delfina con el peor de los llantos. Como ocurrió el 6 de febrero de 1880.
Mi querido Mitre:
Desde anteanoche tengo en mi poder tu carta del 6 y recién me siento a acusarte recibo de ella.
La carta es larga y escrita en estilo jocoso y casualmente en los momentos que la escribías pasábamos por aquí unos momentos dolorosos, pues a las 10 de la mañana moría la pequeña niña de Josefina, como te lo anuncié ese mismo día. Cuán lejos estabas de pensar lo que nos sucedía! Así es la vida ¿quién puede responder de lo que espera de un segundo a otro? [...]
Pero ¿a quién le pasan las cosas que a ti? Y siempre he dicho que tienes Dios aparte.
No podré seguirte en tu estilo florido, gracioso y elegante, pues me falta todo lo que a ti te sobra; y si alguna ligera chispa iluminó alguna vez mi escasa inteligencia, va desapareciendo rápidamente como desaparecerá dentro de poco del firmamento esa fugaz estrella, que hoy llama la atención de las gentes, con la gran diferencia: que esta estrella dejara un recuerdo imperecedero– mientras que de aquella chispa, nadie sabrá ni que escribió jamás.
Delfina era, a su modo, incondicional. Lo amaba casi con resignación. Él estaba lejos, como siempre, cuando ella descendía a los infiernos. Pero esperaba su llegada, aunque fuera el breve prólogo a otra partida.
La distancia impuesta por Mitre era sentimental y hasta física. En la casa, él ocupaba otro cuarto. Con la separación de las habitaciones llegó la de los cuerpos, las de las caricias suaves que comprenden o las salvajes que erotizan. Aunque a esa edad resultara comprensible que las pasiones se hubieran entibiado, la verdad es que nunca dedicaron tiempo ni desvelos a los deseos de pareja.
A esa altura, Mitre era inabordable. Cuando el ex presidente estaba de viaje, Delfina debía pedirle permiso, vía carta, para limpiar su cuarto. Y no siempre la autorizaba. ¿Qué queda del amor cuando todo se remite a requerir licencia, incluso para limpiar? Lo que compartían era casi nada.
Delfina seguía usando sus cuadernos como único testigo confiable para llorar sus lamentos. Allí escribía los secretos que no podía compartir con nadie: “Mis secretos: hay dolores que pueden describirse, pero mis sufrimientos y congojas, ni entenderlos podríais vosotros. Ni decirlos jamás podrá mi boca”.
Su remanso era recrear en la memoria y después en el papel la única época en la que fue completamente feliz: la infancia.
Recuerdos...
¡Oh! ¡Cielos! quién me diera
Volver a la inocencia
De mi infancia primera!
Volver a hacer caballo
Del tronco de la higuera:
Tratando en amazona
De convertir la falda
De la corta pollera.
Coronada la frente
De amarillas virreinas,
Y suelta por la espalda
La rubia cabellera...!
O correr por la cancha
Cual ligera gacela
Tratando a mis hermanos
De ganar la carrera.
Mi padre nos ponía
A los tres en hilera
Y la señal nos daba
Uno, dos, tres diciendo,
Y lanzándonos rápidos
Cual gamos por la sierra
Tratando yo a la meta
De llegar la primera
Mariano! Enrique! Todos,
Queridos compañeros,
Padre adorado! Madre!
Todos desaparecieron!
Y yo tan solo quedo
Y traigo a mi memoria
Apuestos mis recuerdos,
Y muchos, infinitos!
De mi infancia primera.
Sólo confesaba sus “Secretos pensamientos” ante esos cuadernos de tapa bordó o azul, donde escribía: “Nadie ve mis lágrimas, nadie oye mis gemidos! Hoy más que nunca estoy sola para sufrir [...] El silencio y la soledad reinan a mi alrededor”.
Así y todo, Delfina creyó que no valía la pena ese ensayo ilusorio de cambiar su vida por la de otra persona: “No trocaría mi vida por la de nadie, pues sé que las otras son como la mía, un tejido de muchas cosas malas y muy pocas buenas -¿qué ganaría en el cambio?”
Hasta que llegó ese día en que no quiso levantarse de la cama. Ni hacer la limpieza de cada cuarto como solía, ni adorar a las virreinas amarillas que cultivaba.
No pudo evitar que la fiebre y el frío eligieran su cuerpo como campo de batalla. El calor extremo la sofocaba hasta que un escalofrío se colaba por cada poro. Ni siquiera podía enhebrar un pensamiento ante ese dolor que la golpeaba en el abdomen. Con el correr de las horas y los días percibía que el cuerpo la abandonaba. El sufrimiento se transformó en suplicio cuando miles de alfileres insistieron en clavarse en su vientre. Delfina supo que terminaba ese camino sacrificado, bañado en lágrimas y soledad.
Cuando ese martirio que había conquistado cada músculo de su cuerpo le dio tregua, tomó la pluma y escribió en francés un texto de uno de sus autores preferidos: Alphonse de Lamartine, un poeta que hacía furor a fines del siglo XIX.
El libro de la vida es el libro supremo, que no se puede cerrar ni abrir a elección. El pasaje interesante no se puede leer dos veces, pero la hoja fatídica se pasa sola. Se quiere volver a la página que se ama y la página de la muerte esta ya bajo nuestros dedos.
Lamartine hablaba por Delfina. A ella le hubiese gustado escribir como él. Decir las mismas cosas. Ser poeta. Pero la escritura, en aquella época, era un territorio masculino. Ella no pudo con sus miedos ni con las imposiciones maritales. Alguna vez reflexionó sobre eso y llegó a cuestionarse, incluso, su capacidad de razonamiento:
“Yo pienso, sí, no hay duda, pienso, pero no tengo el don de poder desarrollar mi pensamiento. Sucédeme lo que a un jinete que partido al galope, encuentra súbitamente un tropiezo que le hace detener su caballo, que asustado, no obedece ni a espuela ni a rienda… En vano, me fatigo –la ráfaga pasó y la calma de mi inteligencia vuelve a su curso natural haciéndome ver y comprender las cosas, pero sin poder explicar las causas. Triste convencimiento que me anonada a veces, pues nada hay más humillante que la impotencia de poder producir algo que fuese de alguna utilidad. Sin embargo, en general, estoy contenta de mí misma, sé que no sé nada, y a nadie me impongo”.
Familiares, amigos y médico insistían con que cuando llegara la primavera Delfina se repondría. No faltaban más que 16 días, pero Delfina supo que la página final se avecinaba. Volvió a tomar la pluma, pero esta vez para dejar que las propias palabras describieran la partida:
Pronta a emprender el largo viaje de donde no se vuelve jamás –ni se envían noticias– quiero hacer mi examen de conciencia. No para que se me haga una justicia póstuma, pues no pretendo ocultar mis errores y defectos.
Entreabrió los ojos azules que seguían dibujando su belleza, en medio de un rostro pálido y sufrido. Juntó toda la fuerza que pudo, levantó la mano izquierda que parecía pesar toneladas y la llevó hasta su boca, para rogar un beso que borrara tanta soledad. Quiso hablar, susurrar, balbucear, pero no pudo. La sed la ahogaba.
A la una y media de la mañana del 6 de septiembre de 1882, Delfina regaló su última sonrisa. La noticia de su muerte fue recogida por más de cincuenta publicaciones locales, nacionales e internacionales. Cientos de personas acompañaron al cortejo fúnebre hasta el Cementerio del Norte , entre los que estaban los más allegados a Delfina. Bartolomé Mitre, una vez más, fue el gran ausente.
Los escritos personales y las poesías de Delfina, hasta estas páginas, eran inéditos. El general Bartolomé Mitre, quien publicó más de cuarenta obras y fundó el diario La Nación, jamás editó los escritos de su mujer. Sólo escribió sobre ella en su diario íntimo: “Homenaje a la Memoria de Delfina Vedia de Mitre”, que incluye una semblanza sobre aquella mujer con la que se casó. Fue un homenaje curioso: modificó los versos del poema que Delfina había escrito queriendo volver a su infancia. Los despojó de su prosa afiebrada y los convirtió en estrofas desabridas. En lugar de citar textualmente: “Volver a hacer caballo / Del tronco de la higuera: / Tratando en amazona / De convertir la falda / De la corta pollera”, reemplazó así los versos: “...Entregada a los brazos / De la pura inocencia, / Meciéndome en la hamaca / Colgada de la higuera...”
Luego de haber realizado los cambios que consideró oportunos, el ex presidente de la Nación aseguró a amigos y allegados que “prontamente” publicaría el “homenaje a Delfina”. Nunca lo hizo. Mitre le robó el corazón a su mujer. Y con él, su historia. Él fue su ladrón. Ella no trascendió. Ni siquiera como una sombra.
Delfina Vedia sabía que podía sucederle. Pero tan sólo se atrevió a decírselo una vez: “A ti te sobra todo lo que a mí me falta”.
Tomado de Secretos de alcobas presidenciales. De Delfina Mitre a Cristina Kirchner, Por Cynthia Ottaviano.
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