¡Cállense!
Corría el año 1868 cuando Bartolomé Mitre entregaba la presidencia a Domingo Faustino Sarmiento. En su discurso inaugural, tras el juramento y ante las murmuraciones de los presentes ante algunas de sus afirmaciones, Sarmiento, interrumpiendo la lectura como si estuviera al frente de una indisiplinada clase de escuela primaria, gritó: "¡Cállense!" Estupor general y silencio.
Terminada la ceremonia en el Congreso, Sarmiento se dirigió hacia la Casa de Gobierno y los allegados que lo acompañaban se afanaban en vitorearlo al grito de "¡Viva el general Sarmiento!" para compensar los más sonoros vivas a Mitre que se escuchaban entre la multitud.
En el salón donde se realizaría el traspaso de la banda presidencial, un espacio en el que no cabían más de cien personas, había logrado ingresar un millar. De todas las clases sociales: desde diplomáticos hasta pescadores, pasando por grandes terratenientes y amigos de Mitre.
No faltaban los gritos soeces y muchachos subidos a los sillones, mesas y chimeneas del entonces austero palacio. Hablaban y gritaban, y de vez en cuando estallaban las carcajadas cuando alguien rompía un florero o una ventana.
Difícil le resultó a Sarmiento llegar hasta el sitio que debía ocupar, abriéndose paso entre empujones y codazos. "Jamás se ha presentado espectáculo más innoble y vergonzoso", dijo. "En país alguno el decoro y la dignidad del gobierno ha sido más ajado que en aquel acto solemne, si no es durante la Revolución Francesa".
Pero en realidad lo que más le dolió a Sarmiento fueron los vítores interminables a Mitre y la indiferencia popular para con él.Casi tres mil personas acompañaron al presidente saliente hasta su residencia, dejando a Sarmiento casi absolutamente solo entre el desorden del Fuerte de Buenos Aires.
Seis años más tarde, al entregar Sarmiento la presidencia a Nicolás Avellaneda, sin embargo, se diría que "su popularidad al bajar es mayor que su popularidad al subir".
Esplendor y ocaso de Pellegrini
El 7 de agosto de 1890, Carlos Pellegrini prestó juramento ante un entusiasmo popular indescriptible. El diario La Prensa, del día siguiente, comenta: "No sólo en la Plaza de Mayo, sino en las azoteas, en los balcones, encaramados en las ventanas, sobre los coches de los tranvías utilizados como palcos, en los carros municipales, una inmensa muchedumbre excitada, alegre, bulliciosa, esperaba la llegada del doctor Pellegrini".
Dos años después, la impopularidad de Pellegrini llegaría a su máximo nivel. El 12 de octubre de 1892 se llevó a cabo la trasmisión del mando a Luis Sáenz Peña, pero el contraste con aquel 7 de agosto de 1890, en que asumió Pellegrini, fue realmente notable.
Se oyó un disparo amenazante entre la multitud mientras se realizaba la procesión militar (compuesta por 20 policías a caballo), silbidos e insultos. A llegar a su casa, ya sin la banda presidencial, tal y como relataría Paul Groussac, "Pellegrini, erguido, sereno, impávido, pasó entre la muchedumbre hostil (...) Sólo sentimos cortos ladridos de la jauría en algún punto del mismo trayecto que, dos años antes, cuando nada había hecho aún, el jefe del Estado recorría como triunfador".
¿Y mi galera?
Pero quizá la más extraña de todas las asunciones presidenciales haya sido la de don Hipólito Yrigoyen, en 1916, cuando "El Peludo" debió colocarse por sus propios medios la ansiada banda presidencial.
Se entendía el apuro de don Hipólito, por la extensión de la ceremonia, que había comenzado por la mañana en el Congreso Nacional y se extendía más de lo previsto debido a que la multitud había dificultado su llegada y entrada a la Casa Rosada, de donde tampoco podía salir el presidente saliente, Victorino de la Plaza.
Ambos estaban deseosos de acelerar la ceremonia de transmisión, que se realizaba en el Salón Blanco. Y entonces se produjo el gaffe.
Con el apuro, De la Plaza se fue sin colocarle la banda a Yrigoyen, y "El Peludo" no tuvo más remedio que ponérsela él mismo. "¿Así está bien colocada?", preguntó algo incómodo, mirando el sol bordado en la banda presidencial que luciría durante seis años.
Nunca presidente argentino alguno había sido recibido con tanto entusiasmo como lo fue Yrigoyen. Pero él, sin embargo, estaba ocupado en otros pensamiento.
“¿Qué tal? ¿Está emocionado, presidente?” le preguntó el entonces diputado Marcelo T. de Alvear a Yrigoyen, que aquel 12 de octubre acababa de prestar juramento. Absorto, el flamante presidente le contestó sorprendido: “¿Yo? ¡No!... Estoy pensando a quién le entregué mi galera y mi sobretodo”.
Darío Silva D'Andrea
Darío Silva D'Andrea