Con aspiraciones de monarca, Juan Carlos ("La Morsa") Onganía resucitó la carroza presidencial, utilizada en los primeros años del siglo, y supo tener una corte de empleados tan grande y pesada como la cantidad de expedientes que se acumularon en su paso por la Rosada desde 1966 hasta 1970.
Onganía, conocido como "hombre-misterio" y que soñaba con una dictadura al estilo Franco, sin límites de tiempo, convirtió la Casa de Gobierno nuevamente en un palacio presidencial con riguroso protocolo.
El director de ceremonial, coronel Ricardo Gutiérrez Arana, dictó normas precisas sobre los atuendos de los civiles que debían ingresar en el edificio: «A partir de la fecha, ningún civil puede entrar sin saco ni corbata», señalaba una de las disposiciones oficiales.
Pepe Arias, un famoso actor de teatro de la época, ofrecía un monólogo en el teatro Maipo en el que representaba a un mozo:
«Aquí, donde ustedes me ven, hace cuarenta años que les doy café a los presidentes... ¡Cuarenta años!», decía en su actuación. Diecisiete presidentes... siete constitucionales... Diez de prepo... Si los diecisiete hubieran durado los diez años habríamos necesitado ciento dos años para todos... Ahora estaríamos con Farrell, y Perón no habría legado... ¡Diecisiete presidentes!.. Cinco abogados, diez generales, un procurador, un médico... Curas no tuvimos ninguno... Debe estar prohibido... Ahora está Juan Carlos... ¡Silencio, hospital! No le gustan las bromas. Es muy serio. Habla poco. Te mira y te quema la solapa».
Los banquetes diplomáticos y de jerarcas militares, las galas en el Teatro Colón, los desfiles militares estuvieron a la orden del día en la agenda presidencial. Implantó, sin embargo, una rígida censura que alcanzó a toda la prensa y a todas las manifestaciones culturales como el cine, el teatro y hasta la lírica, como en el caso de la ópera Bomarzo de Manuel Mujica Lainez.
La revista Primera Plana contaba en esos años: «El Presidente llega a la Casa Rosada todas las mañanas alrededor de las siete, acompañado por un edecán de turno (...) Los edecanes se turnan a diario para asistir al presidente desde que se levanta hasta que se recoge en Olivos; en la práctica, tienen la misión de introducir a los visitantes en el despacho del primer magistrado...»
«Ambos ingresan por la puerta lateral de la calle Rivadavia y suben al gran despacho del primer piso, ubicado en el ángulo nordeste; allí —junto a un escritorio de estilo francés y sillón de baquela color tabaco, con el escudo nacional sobredorado—, los espera ya Ricardo Dold (34 años), secretario privado y yerno del mandatario, puesto que es el marido de Sara Elsa Onganía. (...) El recinto presidencial se completa con una vasta mesa ovalada y un biombo que resguarda la puerta lateral».
«... Onganía tiene una forma particular de trabajar: se desplaza casi continuamente por tres oficinas; las audiencias a personajes principales son atendidas por él en el gran bureau ya descripto, pero las públicas con mucho auditorio las encauza hacia el Salón de Invierno».
Como un rajá, el presidente recibía, según la importancia y la cantidad de sus interlocutores, en distintos salones y despachos de Balcarce 50. Para pocas personas, el gran despacho del ara nordeste. Los encuentros multitudinarios en el Salón de Invierno, y para pequeñas audiencias, un salón pequeño.
En 1968 sorprendió a la opinión pública al llegar al acto inaugural de la Exposición Rural en el viejo carruaje que en 1910 había trasladado a la infanta Isabel de España en su viaje a la Argentina. “¿Habrá que gritar viva el presidente o viva el rey?”, se preguntaban en el público.
Los almuerzos eran siempre puntuales, junto a su corte de colaboradores y aduladores en el salón comedor de la Rosada. Después de los postres, Onganía se retiraba a su habitación para hacer una siesta de rey. ¿Muy lejos de la realidad? No. Él mismo lo manifestó cuando fue derrocado: «Un día, Álvaro Alzogaray llegó al extremo de proponerme que me convirtiera en Rey y que lo designara a él Primer Ministro».