Recuento de una boda histórica. La boda que unió a un príncipe español y una princesa griega marcó un antes y después en la historia de España y de su monarquía. Detalles de las grandes ceremonias en Atenas. Videos
Sofía, princesa de Grecia, tenía 23 años cuando le dijo “sí, quiero” al príncipe español don Juan Carlos de Borbón y Borbón, nieto del último rey que había tenido España.
Ocurrió en Atenas, el 14 de mayo de 1962, hace cincuenta años, en presencia de numerosos miembros de la realeza. Según narró él mismo, días más tarde, el recibimiento de don Juan Carlos en Atenas fue impresionante: “Las banderas de España y de Grecia enlazadas y los gritos de la muchedumbre me hicieron llorar. Fue algo realmente extraordinario”.
Los príncipes se habían conocido en su adolescencia, precisamente a bordo del crucero Agamemnon, y unos cuatro años más tarde en el castillo alemán de Althausen, donde acudieron al casamiento de la duquesa Isabel de Württenberg con Antonio de Borbón-Dos Sicilias. En aquella ocasión, Juan Carlos confesó que sofía lo había “hechizado”.
El compromiso entre la delicada princesa Sofía y el atractivo heredero español estuvo muy en la línea de sencillez y naturalidad que siempre caracterizó al hoy rey de España, y fue catalogado como un éxito personal de la anciana reina Victoria Eugenia de España (abuela de Juan Carlos) y de la reina Federica de Grecia (madre de Sofía).
Juan Carlos y Sofía se encontraron en Inglaterra, como invitados en la boda del príncipe Eduardo de Inglaterra, duque de Kent, con Katherine Worsley, y así nos lo relata la propia doña Sofía:
“La boda era en York el 8 de junio de 1961. Los invitados llagamos a Londres unos días antes. Yo, sinceramente, no tenía interés en ir. Luego supe que a Juanito tampoco le apetecía. Él acudió con su padre. Yo, con mi hermano. Mejor así, porque todo pudo desarrollarse con más naturalidad. Muchas veces he pensado que, si hubiesen estado allí mis padres, quizá no habría llegado a producirse el encuentro personal entre Juan Carlos y yo. Casi seguro: no habría pasado nada entre él y yo. En el momento mismo de llegar al hotel Claridge de Londres, mientras el conserje entregaba al príncipe Constantino las llaves de las habitaciones, pedí el libro de huéspedes, para saber quiénes se alojaban en el mismo hotel. Los conocía a casi todos. Pero, de pronto, leí Duque de Gerona. Y dije: ‘Y este Duque de Gerona, ¿quién es?’ Entonces, a mi espalda oí: ‘Soy yo’ ¿Esa voz? Me volví. Y era él (...)".
"Nos contamos mil cosas. Me pareció encantador, y con una hondura que yo no sospechaba. Incluso me chocó que fuese un hombre profundo: yo creía que era sólo un chico bromista. Vi que tenía una situación difícil, con un futuro incierto. Que vivía oficialmente acompañado, y humanamente solo, separado de sus padres y de sus hermanas, en un país bajo un régimen militar, sin monarquía, y donde a su padre (el legítimo heredero del trono) Franco le tenía prohibido entrar. Empecé a admirarle en eso: en la alegría con que llevaba su compleja situación. Estábamos muy a gusto allí sentados. Sólo al final, me sacó a bailar. (...) Recuerdo que bailamos despacio y en silencio...”.
En apenas unos meses, el compromiso estaba sellado. La petición de mano tuvo lugar el 12 de septiembre de 1961 en el transcurso de una comida a la que el príncipe había sido invitado por los reyes, Pablo y Federica de Grecia, que se encontraban en una visita oficial en Suiza.
En el país helvético, gran casualidad, vivía desde hacía muchos años la Reina doña Victoria Eugenia de España, abuela paterna del príncipe Juan Carlos. Asistían a la comida las princesas Irene y Sofía además de los Condes de Barcelona, los padres de “Juanito”. Al terminar, el príncipe se acercó a los reyes de Grecia y, sin rodeos, les pidió la mano de su hija y obsequió una pulsera con rubíes a la princesa.
A la mañana siguiente, día 13, y en Atenas, el príncipe Constantino de Grecia comunicó al pueblo griego la noticia: “Su Majestad el Rey y su Alteza Real el Conde de Barcelona anuncian el feliz acontecimiento del compromiso matrimonial de sus hijos, sus altezas reales la princesa doña Sofía y el príncipe don Juan Carlos. La ceremonia de la boda tendrá lugar en la próxima primavera”. Aquella tarde del mismo día trece y en la residencia de Vieille Fontaine, de Lausanne, hogar de la reina Victoria Eugenia, se hizo también público el comunicado oficial del compromiso. Sofía, dirigiéndose a los periodistas, nos dijo: “Es verdad, estamos prometidos”. Por última vez en la historia, un descendiente de Christian IX de Dinamarca, “el suegro de toda Europa”, se casaba con un descendiente de Victoria I de Inglaterra.
“No se declaró nunca. Nunca me dijo eso de ‘¿quieres casarte conmigo?’”, confiesa Sofía recordando aquel día en Lausanna. “Después de hablar con mi padre me gritó: ‘¡Sofi, cógelo!’. Y me tiró un paquetito, una cajita. Dentro había un anillo con dos rubíes redondos y una barrita de diamantes. Yo, en ese momento, no le regalé nada. No me lo esperaba y no tenía nada preparado. Después me dijo: ‘Nos casamos, ¿eh?’”. Obviamente, la respuesta de Sofía fue un sí. Al otro día, el periódico español Arriba, órgano oficial del gobierno franquista, publicaba en la página dos y a una columna, un comunicado oficial de la no menos oficial Agencia Efe sobre el anuncio del compromiso matrimonial. El 15 de mayo de 1962, este mismo periódico ofrecía, en su página nueve y a tres columnas, la noticia de la boda en Atenas. Sin ninguna fotografía.
14 de mayo de 1962. “Aquel día me desperté varias veces antes de amanecer. Quería vivir conscientemente cada minuto de ese día, y empecé muy temprano. Yo sabía que todo iba a ser preciosísimo, que sonarían las salvas desde el montículo Lycabettos, que voltearían las campanas de todas las iglesias a la vez... Pero lo que a mí me interesaba era vivir mi boda muy bien: enterándome; no aturdida, o creyendo soñar, y que luego tuvieran que contármelo. Decidí ser la protagonista de aquello. Por una vez, era mi fiesta, mi día, mi alegría. Y me propuse: ‘Sofía, ¡fuera nervios! Tú, simplemente sonríe, vas a ver, desde fuera, cómo se casan esos dos’. Así lo disfruté mucho más. Por cierto, esa táctica escapista me dio tan buen resultado que la uso muy a menudo en actos públicos importantes, para no emocionarme, para no ponerme nerviosa, para no sufrir: me salgo de la escena, y la vivo desde fuera. Incluso, he llegado ya a cierto dominio de la técnica y, en ocasiones, controlo todas mis emociones y mis actitudes, a base de vivir aquello en lo que estoy como si hubiera ocurrido ayer o anteayer, y yo estuviera recordándolo. Él, como se alojaba enfrente, cruzó y vino a buscarme. Al verme ya vestida de blanco se azaró un poco, y en voz baja me dijo algo muy simple, pero que me pareció muy bonito: ‘¡Qué guapa estás!’ Ah, recuerdo que... le salió en castellano”.
A las 9.45 horas se puso en marcha un vistoso cortejo, rodeado por un escuadrón de honor que daba escolta a la carroza dorada en la que iban el rey Pablo y su hija Sofía, precedida minutos antes por otra en la que iban Juan Carlos y su madre y madrina, la condesa de Barcelona. La novia aparecía, a través de la ventana del carruaje, en medio de un torbellino de encajes. El traje era de lamé recubierto de tul incrustado con encaje antiguo. La diadema de diamantes sostenía el largo velo. La cola, de seis metros, y los zapatos, forrados del mismo encaje.
El diseño nupcial fue creado por el modisto Jean Dessés, de nacionalidad griega pero residente en la capital de las luces, París. El tejido elegido fue una seda entrevesada, que fue confeccionada con escote tipo barco y la cintura marcada. Se trataba de un conjunto de gran elegancia por su sencillez: “La Reina Federica y la Princesa Sofía han tenido el buen gusto de pedir un modelo que no tuviera ninguna extravagancia y se ajustara a unas líneas clásicas, que no anulan su trazado moderno”, narró el creador a los corresponsales. La novia se tocó con el mismo velo de encaje que lució su madre el día de su boda, que le caía de la cabeza hasta el suelo y medía más de cinco metros. Lo sujetó con una diadema también de la reina Federica: estilo imperio y de brillantes. Esta tiara fue el regalo de boda que le quiso hacer el káiser Guillermo II de Alemania a su única hija, la princesa Victoria de Prusia cuando ésta contrajo matrimonio con el heredero de la Casa de Hannover en 1913. También lució una gargantilla, a juego con unos pendientes, un brazalete y un anillo de diamantes.
La reina Federica consiguió reunir como damas de honor de su hija a ocho jóvenes de sangre real, que sostuvieron durante la ceremonia la larga cola que lució. Las elegidas fueron Alejandra de Kent, Benedicta y Ana María de Dinamarca, Ana de Francia, Irene de Holanda, Tatiana Radziwill, así como las respectivas hermanas de los contrayentes: Pilar de Borbón e Irene de Grecia, que estuvieron pendientes de que no fallara ningún detalle. Las damas ayudaron a vestirse a la novia, “cumpliendo su misión con alegría”, a descender de la carroza -fabricada en 1875 para la frustrada coronación de Enrique V- cuando llegó a la catedral de San Dionisio junto a su padre, así como a subir la escalinata del templo católico. Las ocho vistieron túnicas de corte clásico: faldas plisadas y anchos cinturones de seda rosa, azul o amarilla, que hacían juego con la trenza de tela que lucían en la cabeza.
El general Charles De Gaulle les regaló un neceser de viaje con frascos de Baccarat y los condes de París una vajilla de Sévres; Un vaso de porcelana del siglo XVI y una pieza de brocado oriental fueron los presentes del Presidente de la China Nacionalista Chiang Kai Check; Onassis una excelente piel cibelina; el magnate Niarchos un aderezo de rubíes y un centro de mesa que representaba un petrolero de oro macizo; Los príncipes de Mónaco un velero deportivo; El gobierno griego un collar de perlas; La reina de Inglaterra un servicio de mesa de porcelana blanca y dorada y el duque de Gloucester una vajilla de plata; El presidente Kennedy una pitillera de mesa de oro; El rey Humberto de Italia un alfiler de brillantes; El rey Balduino de Bélgica, 12 fuentes de de plata bañada en oro; Los reyes de Dinamarca una vajilla de porcelana de Copenhague; Constantino e Irene tres brazaletes de oro con zafiros, rubíes y esmeraldas; los duques de Alba una petaca de jade y oro y los duques de Montellano unos pendientes del siglo XVIII.
Un repique de campanas anunció, a las diez menos diez, la salida de la novia del Palacio Real. Sofía ocupaba, junto a su padre, una preciosa carroza, fabricada en 1875 para la frustrada coronación de Enrique V, conde de Chambord, y exactamente igual a la que utilizó el zar Nicolás II tras su coronación en la visita que hizo a Francia. Restaurada, se había forrado en seda blanca con galones de oro y decorado con los escudos de la Casa Real griega. El príncipe Constantino, vestido con uniforme de gala, montaba, junto a la carroza, un semental de color pardo. Veintiséis granaderos de la Guardia Real completaban la escolta de honor. Cuando la carroza se aproximó a la catedral católica de San Dionisio, la banda de música del crucero Canarias dio los primeros compases del himno nacional español. Luego interpretaría el griego.
Las damas de honor acompañaron a Doña Sofía llevando la cola de su vestido, de cinco metros y medio. Antes de entrar en la catedral, en el pórtico sostenido por cuatro columnas de mármol y dos de piedra, realizado por Chambaut en 1887, Sofía se volvió hacia su pueblo, con un saludo que era a la vez despedida. El magnífico órgano, también realizado por Paul Chambaut en 1888, entonó las primeras notas del Aleluya de Haendel. Eran las diez en punto de la mañana. En el altar, vestido con uniforme de teniente de infantería, Don Juan Carlos esperaba a la novia. Lucía los collares del Toisón y de Carlos III, las placas de la Orden de Malta y de la Orden griega del Salvador, cuya banda azul cruzaba su pecho, así como la de San Jorge y San Constantino y la insignia representativa del Principado de Asturias. A la derecha de los contrayentes, en sitiales de honor, se situaron los reyes de Grecia y, a la izquierda del presbiterio, también bajo un dosel, los condes de Barcelona. En el templo católico de San Dionisio Areopagita los contrayentes se otorgaron en matrimonio, diciendo el sí quiero, y ella en griego ne thélo, esposándose con las alianzas, delante del arzobispo Printesi.
La misa fue en francés, español y latín. A las diez y doce minutos pronunciaba Doña Sofía el sí litúrgico en griego (“ne thélo”) ante la pregunta, también en griego, del arzobispo Benedicto Printesi, a quien ayudó en la ceremonia Monseñor Brindisi, Arzobispo de Greence. Instantes después, la ya princesa española no pudo evitar las lágrimas: había olvidado solicitar a su padre, antes del sí quiero, el permiso que el protocolo exigía, algo que con el tiempo se repetiría en la boda de su hija mayor, la infanta doña Elena. Juan Carlos, que no olvidó solicitar el consentimiento al Conde de Barcelona antes de pronunciar el “Sí, quiero” en español, tuvo que dejarle su pañuelo y esa imagen fue una de las más emotivas de la jornada. Las alianzas eran aquellas confeccionadas con el oro de unas monedas de la época de Alejandro Magno, que intercambiaron en los solemnes esponsales. Cuarenta y cinco minutos duró la ceremonia sacramental con la Santa Misa y la firma del acta canónica en la sacristía de la catedral.
El templo aparecía decorado por millares de claveles rojos y amarillos, los colores de la bandera de España. La ceremonia apenas duró media hora a pesar de que la misa fue celebrada en francés, español y latín. Don Juan Carlos contestó “sí” a las preguntas tradicionales mientras que Sofía empleó la vieja fórmula griega del “sí, yo acepto”. Con los acordes de la Misa de coronación, de Mozart, elegida por Sofía, el obispo les impartió la bendición. De repente, la joven desposada, bajó la cabeza. No pudo contener las lágrimas y con una mano cubrió sus ojos. Juan Carlos, en un gesto tierno y preocupado, le pasó un pañuelo. Para la Iglesia católica Sofía de Grecia se había convertido en la legítima española del príncipe Juan Carlos. Pero para los griegos, aún no estaba casada. Su Santidad el Papa Juan XXIII había autorizado esta segunda ceremonia en los siguientes términos: “La ceremonia religiosa solemne del matrimonio en la catedral será seguida de la ceremonia ante un ministro de la religión oficial del Estado, matrimonio de acuerdo con el Código Civil griego”.
“Aquella mañana, yo tenía dentro una mezcla tremenda de sentimientos muy nuevos. Estaba radiante. Me sentía feliz. Y, al mismo tiempo, con un nudo que no me bajaba de la garganta... Pensaba: ‘Me voy de aquí. Algo muy importante se ha acabado. Cuando vuelva otra vez a Grecia, ¿cómo será?’ Me miraba el anillo, y decía para mis adentros: ‘Qué cosa tan extraña, no ser ya la hija de... Y qué cosa tan bonita, a la vez, empezar a ser la mujer de... Como yo tenía derecho al trono, un trámite necesario era pedir permiso a los reyes para casarme. Es un protocolo de respuesta consabida. Pero es una tradición. Y la tradición es el alma de las monarquías. ¿Qué ocurrió? Que se me olvidó. Así de simple. Se me fue... Y me dio mucha pena porque, cuando caí en la cuenta, ya era tarde: ¡ya estaba casada! Por eso me eché a llorar. No tenía importancia, pero me dio rabia. Años más tarde, le ocurrió lo mismo, idéntico, a mi hija Elena. Y ella también lloró...”
Cuando la pareja apareció en el umbral sonaron los acordes de la marcha real; y las campanas de las quinientas iglesias de Atenas, que ya habían tañido varias veces durante el día, volvieron de nuevo a repicar mientras los nuevos esposos atravesaban el arco de espadas en alto que la oficialidad del Canarias había formado a la salida de la catedral. Juan Carlos, 24 años, y Sofía, que aún no los había cumplido, ya eran marido y mujer.
Los novios subieron a la carroza. Doña Sofía correspondía a los vítores saludando con el pañuelo o con el ramo de novia, ya que hacerlo con la mano trae desgracia, según se dice en Grecia. El cortejo recorrería las calles de Atenas para dirigirse al Palacio Real, donde tendría lugar la ceremonia civil. Por segunda vez, los novios pronunciaron el “sí, quiero”, en esta ocasión ante el alcalde de la capital griega. Y de nuevo, junto a su padre y en la misma carroza, la princesa Sofía se dirigió a la catedral ortodoxa para casarse por este rito.
A las doce en punto comenzó la ceremonia en la catedral metropolitana de la Anunciación de Santa María. Toda la riqueza de la liturgia ortodoxa se vistió de gala para dar mayor brillantez a la ceremonia. A ello contribuyó la mayor –tampoco excesiva– amplitud del edificio, que permitió una más numerosa presencia de invitados. Treinta y cinco mil rosas decoraban la iglesia. Ofició el anciano –ochenta y cinco años– Arzobispo Chrysostomos, Primado de Grecia, que esperaba a la novia en el atrio de la iglesia con los Evangelios. Después se celebró el ritual de las coronas, la danza de Isaías, en presencia del patriarca Chrisóstomos: entre una nube de sándalo e incienso, y bajo un diluvio de pétalos de flores, las ocho damas de honor evolucionaban con los novios, una, dos y tres veces, en torno al altar. Ocho jóvenes príncipes se turnaban, sosteniendo en alto las coronas reales sobre las cabezas de los novios. Sonaban mientras, en dulce salmodia, los textos de Isaías. En la mesa del altar, los objetos tradicionales de la boda griega: una bandeja de plata con kufeta (alemndras cubiertas de azúcar), la Bíblia, y las dos coronas, que suelen ser de flor de azahar; pero esta vez, tratándose de príncipes, eran las de oro de la Casa Real de Grecia.
El Rey Pablo hizo tres señales de la cruz con las coronas rituales sobre las cabezas de los esposos, mientras el celebrante recitaba el salmo 127; luego se turnarán sosteniendo las coronas ocho Príncipes: el Diadoko Constantino, Miguel de Grecia, Amadeo de Aosta, Víctor Manuel de Saboya, Christian de Hannover, Carlos de Borbón Dos Sicilias, Marino Torlonia y Luis de Baden. Después tendrá lugar la bendición de la copa de la que beberán los cónyuges y la danza de Isaías, en la que los esposos y padrinos dan tres vueltas alrededor de la mesa donde una bandeja contiene las peladillas que los novios arrojarán a los invitados. Éstos responderán arrojándoles pétalos y granos de arroz. La ceremonia resultó un poco larga y muchos invitados recuerdan el calor sofocante, que obligó a Don Juan Carlos a enjugarse el sudor en varios momentos de la celebración.
En torno a las dos y media de la tarde, los novios y sus invitados llegaban a los jardines del Palacio Real, donde tendría lugar el banquete de bodas para ciento cincuenta invitados. El menú incluía: cóctel de bogavante, suprema de ave a la manera del chef, legumbres, patés helados, ensalada, helado de moka y frutas. El banquete terminó con el tradicional pastel de bodas, con los brindis del Rey Pablo y Don Juan por sus hijos, por España y por Grecia, y con un emotivo discurso del primer ministro Karamanlis en el que consideraba un privilegio el hecho de que su gobierno estuviese asociado al feliz acontecimiento que festejaban; también ponderó las cualidades físicas y morales de Doña Sofía «tan querida de todos los helenos», y de Don Juan Carlos por «haber sabido adquirir la estima y la simpatía de todos nosotros».
Después de la boda, llegó la luna de miel. La primera estación de los recién casados fue la isla Spetsopoula: un pequeño bungalow, donde ya habían estado de novios. Como don Juan había ido a la boda en su barco, pasó con doña María a darles un último abrazo. También lo hicieron los reyes de Grecia. Ya el armador Stavros Niarchos había puesto a disposición de la pareja un yate de lujo, el Eros, de casco negro y tres elegantes mástiles. Allí, en la playa de Spetsopoula, Sofía escribió a Franco “dándole las gracias por la tiara de brillantes, la orden de Carlos III, la presencia del buque Canarias... y anunciándole que después de ir a Roma a agradecer al Papa lo que había facilitado nuestra boda, pasaríamos por Madrid para saludarle, antes de empezar el verdadero viaje de novios, que iba a ser casi una vuelta al mundo”. “Esa carta la redactó el príncipe, en castellano”, continúa el relato de Sofía. “Y yo la copié en limpio, con mi letra, y encabezándola con un Mi general, porque mi marido me dijo que él le trataba así, y yo también podía hacerlo. Luego, desde que nos conocimos, Franco siempre me llamó alteza. No recuerdo haberle oído llamarme jamás por mi nombre. Y yo a él siempre, mi general. Me parecía lo más aséptico y lo más cómodo”.
Desde Corfú, siempre en el Eros, navegaron hasta el puerto italiano de Anzio. En coche, a Roma. Se alojaron en el palacete de los Torlonia (Alessandro, príncipe de Civetella-Cessi y Beatriz de Borbón y Battemberg, hija de Alfonso XIII, tíos de don Juan Carlos). “Ella misma, la tía Beatriz, me prestó la peineta, la mantilla, el atuendo negro de largo... ¡Hasta me vistió! Y me hizo ensayar las tres reverencias que, por lo visto, yo debía hacerle antes de llegar al Papa. Me parecía complicadísimo, tanta genuflexión, y que no se me cayera la peineta. Cuando ya estábamos en el Vaticano, en el apartamento pontificio, y me disponía yo a hacer las tres reverencias, de pronto, ¡plas!, se abren las puertas, y ahí mismo, a dos palmos de mí: el Papa en persona. Me tomó de la mano, ¡y se acabaron las genuflexiones!”.
Darío Silva D'Andrea
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